20.5.23

 Relato escrito para el Club de Lectura de la Colectiva de Autoras. 

El regalo

 

Barrio suburbano, a unas cuantas cuadras por la avenida pasaban los coches y colectivos, y cada tanto, un carro tirado por un caballo. El pasado se mezclaba con la modernidad, había un cine, nunca entré, mi mamá no me dejaba; por los afiches, yo me creía que daban siempre las mismas películas: Fiebre, La hora de los hornos y Fuera de la ley.

Vivíamos en una casa grande, mis abuelos maternos de estirpe calabresa, Carmen y Rafael, mis padres, mi tía, mi tío, mis primos, mi hermano y yo. A la vuelta estaba la casa de mis abuelos paternos, Caterina y Romano, con más tías y tíos, otras primas, y un poco más allá de las vías, la casa de los parientes yugoeslavos. Éramos una familia extensa con abuelos inmigrantes, yo lo vivía, pero aún no lo sabía definir, aunque me daba cuenta de que en mi casa se hablaba medio raro. Nos visitábamos mucho, sonaba el timbre a cualquier hora y nos reuníamos por la nochecita. Era lindo. Me acuerdo de las abuelas tejiendo y charlando, de mis primos tirando cosas desde el techo o maltratando mis libros y fascículos, de mis primas más chicas usando a chorros mi primer maquillaje, y de mí, que necesitaba hacer paréntesis para quedarme a solas. Era mucho.  Mucho para encender y apagar, mucho para entender y entenderse, y por eso, pienso yo, que de pronto, estallaban las ofensas.

Una tarde de verano yo practicaba danza en una barra improvisada con una silla y cuando pasó mi abuelo Rafael que, arreglado para salir, casi sin detenerse y muy indignado me dijo: “¿Sabés lo que sos vos? Sanguchito, revolear las patitas y librito. ¡Eso sos vos!” Y se fue. Me quedé perpleja. Le escuché la angustia debajo del enojo. ¿Sería porque a él le gustaban los fideos con anchoas y a mí los sándwiches con mayonesa…? A mi hermano y a mí nos daba un poco de vergüenza su manera de hablar y que se le notara tanto la italianía. Cuando cumplí los quince me regaló una cajita de música con el tema, Fascinación. Era un alhajero. Se abría la puertita, sonaba la música y giraba una bailarina, de fondo, a modo de decorado teatral, una sobre cajita transparente con agua y plantas y a un costado un bailarín en pose con los brazos elevados. La encontré entre los regalos sin tarjeta, pero apenas la vi supe que era de él. Acaso me regalaba los giros, la liviandad del vuelo, miles de horas de fascinación por los contrasentidos, por la tristeza que no tiene nombre, por la tristeza, que de pronto, se vuelve ternura.

Mi abuelo Rafael que se ganó la vida y mantuvo a su familia como zapatero, me contó que en Italia tuvo hermanos músicos y hermanos que se murieron de bebés sin que supieran el por qué. Cuando quería contarme más, no podía, se le quebraba la voz y lloraba, y entonces decía, “pero yo no…” “y yo entonces me vine para acá…” o su clásico: “y todas esas cosas…”

Fue figurante en el Teatro Colón, anduvo en bicicleta, imitó a Carlitos Chaplin y bailó el tango hasta bien pasados los 80; y cuando ya fue muy viejo y no le quedaba ningún amigo para visitar se la pasó mirando en la tele, Odol pregunta, Grandes valores del tango, y novelas románticas, sobre todo, La extraña dama. “Ella lo adora -me decía con la voz quebrada y lágrimas en los ojos-, ella es Fiama… y él, no la reconoce…”

Creo que, con la cajita de música me regaló la fascinación por encontrarle palabras a las cosas que no se entienden, y sin embargo, guardan un enorme sentido.

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario